Desde el Renacimiento hasta finales del siglo XX, los artistas eran "autores" de su obra, es decir, se consideraba que tenían el control decisivo de lo que producían. De ahí que se valorizaran la originalidad o la perfección artesanal (valores heredados de los gremios artesanales de la Edad Media).
Pero eso ya no existe más. No sólo fue puesto en la picota por la revolución artística de los 60 (que es lo que todavía se denomina "arte contemporáneo"), sino que desde la aparición de Internet -que es contemporánea de la digitalización creciente de la vida y del control algorítmico del mundo- ya no podemos decir que lo que considerábamos arte hasta hace unos 20 años todavía tenga algún sentido.
La época en la que el arte fue una artesanía de lujo (entre el Quattrocento y la Primera Guerra Mundial) coincidió históricamente con la aparición del individuo: es lo que se conoce como Modernidad. El siglo XX puede ser visto ya como el período de transición entre esa Modernidad y nuestra época (que el término "posmodernidad", usado hasta hace una década, no logra abarcar).
Tampoco existe ya el individuo -ese animal racional y aislado que fuimos durante cuatro siglos-. Ahora somos esa neurona que sólo tiene sentido cuando hace contacto ("hace sinapsis") con las demás neuronas. Es en las redes sociales (en Twitter, principalmente, pero también en Instagram o en Facebook) en que la vida contemporánea se manifiesta y se desarrolla. Somos, a la vez, un colmo de individualidad (que se resiste a compartirse con el mundo) y el contacto imprescindible con todo lo demás, que es lo que nos da sustento.
Lo que se denomina la clase media internacional hoy puede definirse como el conjunto de personas que se pasan la mayoría del tiempo interactuando con pantallas: la vida digital, el mundo virtual. En este contexto, ¿qué sería el arte y quién sería un artista? En ese contexto, ambas preguntas ya no tienen demasiado sentido.
Las obras "artísticas" actuales son el producto de la colaboración, están basadas en citas de otras obras y tienen soportes que no requieren destrezas manuales. Incluso, son obras que pueden ser pensadas y desarrolladas por máquinas, sin intervención humana.
Ya no es posible distinguir estética conceptualmente entre una "obra de arte" (en el sentido tradicional), una práctica performática transformadora en lo sociocultural y la programación computacional. Al contrario, funcionan como un continuum ininterrumpido, en el que nuestra vida se asume como uno de sus fragmentos: somos parte de la gran máquina del sentido del mundo.
De una manera extraña (porque a la vez que nos constituye como seres productores de sentido, nos hace desaparecer como individuos talentosos), Internet y la vida virtual nos posibilitan a todos vivir la utopía que soñaron las vanguardias artísticas de hace un siglo: que cada ser humano sea, realmente, un artista.
por Daniel Molina para la Nación.
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